Por Ángel Ayala S. J.
(Obras Completas de Ángel Ayala, volumen II)
Petición: Jesús mío, que yo te conozca internamente para más amarte y seguirte.
Punto 1. Ver
La virgen y San José no han hallado posada en Belén. Buscan refugio en una de las cuevas que había en los alrededores de la ciudad. A la luz de la antorcha con que alumbran el camino veamos los rostros de estos celestiales esposos. Y a la luz de la gracia con que sea ven las almas y sentimientos más íntimos, observemos lo que pasa en sus corazones.
José lleva en su semblante un suave tinte de tristeza; va apenado porque no ha podido albergar a María. María lleva el rostro encendido por la fatiga del viaje. Por sus mejillas caen dos lágrimas que brotan de su corazón: son de amor. No piensa en su cansancio ni en la repulsa de sus allegados; piensa en que el hijo de Dios quiere nacer en el campo como un pajarillo entre las mieses.
Penetremos en sus corazones ¿Qué vemos? Paz inalterable, sumisión perfectísima a los profundos designios de Dios, asombro de su inefable caridad, amor ardentísimo hacia el Hijo de Dios, deseo de servirle e imitarle en su profunda humillación.
Llegados a un portal de bestias José coloca su antorcha en un rincón. Una cueva es el palacio de Dios.
Las paredes no son de mármoles cubiertos de oro fino: son de roca. El suelo nos son mosaicos sino tierra sucia, llena de paja, cubierta de residuos de un establo. El techo no lo cubren artesonados de madera y metales preciosos: son pedruscos adornados por la red finísima de alguna araña, tal vez rezuman humedad.
Éste es el palacio donde va a nacer Dios. Así había de nacer Dios. Porque si el cielo es palacio indigno de su gloria, ¡qué majestad nos hubiera enseñado con un ridículo, hechura de los hombres!
Nace Jesús, y la virgen le envuelve en blancos pañales y lo reclina en un pesebre, sobre unas pajas.
Recién nacido y eterno, envuelto en pañales e inmenso, no habla y es Sabiduría infinita, no puede moverse y es omnipotente, es pobrísimo y señor y dueño de los cielos y de la tierra.
Punto 2. Oír.
Llora de frío. Su madre le dice ternezas, san José lo besa, los ángeles le cantan. No habla, pero interiormente dice: lloro de amor por los hombres, lloro de pena por los pecadores.
Habla con su Eterno Padre y le dice: Padre mío, cuan largo se me hace el camino hasta morir en la cruz. Quisiera desde estas pajas volar al Calvario y allí terminar la redención de los hombres; tú quieres que apure día por día las amarguras de mi cáliz; hágase tu voluntad y no la mía.
Habla conmigo y me dice: mírame bien. Mira como estoy, qué pobre, qué olvidado, qué sacrificado, qué humillado. Mira el frío que padezco, las pajas de este pesebre, la miseria de este establo, la soledad de este lugar. La oscuridad de este cueva: todo esto es para ti.
¡Dulce Jesús mío! ¿Qué quieres que diga yo? Que me pidas lo que quieras y me des gracia para lo que me pidas.
“Recién nacido y eterno, envuelto en pañales e inmenso, no habla y es Sabiduría infinita, no puede moverse y es omnipotente, es pobrísimo y señor y dueño de los cielos de la tierra”.
Punto 3. Oler
La cueva es un establo de animales, con estos olores se embalsama la cuna de Dios. En esta cuna hay olor de pajas, olor de tierra húmeda, de maderas envejecidas, de ambiente polvoriento, ráfagas de campo perfumado.
Pero hay olor celestial de virtudes: huele a rosas, por la caridad del Niño; huele a azucenas, por la pureza de María, huele a violetas, por la humildad de san José. El portalito de Belén es una capilla con sagrario y dos ángeles que velan al Santísimo expuesto: María y José.
A ese portal no se puede ir oliendo a vanidad y a soberbia, con perfumes, pinturas y lujos. Nadie puede percibir la fragancia de la cueva de Belén si tiene el alma embotada con la pestilencia de los vicios.
Punto 4. Gustar.
No sólo el cuerpo y sus sentidos, sino el alma y sus potencias tienen sus gustos. Hay manjares del espíritu, como los hay del cuerpo. Y eso es lo que se gusta de ese portalito de Belén: la compañía santa de esta familia, que envidian los ángeles. No hay miel que sepa más dulcemente que el amor de Cristo. María y José saborean ese amor con un gozo infinito.
Pero no todo paladar puede gustar esas dulzuras. Para gustarlas hay que renunciar a los regalos de esta vida. Quien desprecia a las riquezas gusta y paladea la pobreza de este portal. Quien desprecia los honores se deleita con la humildad de este Niño divino. Quien es mortificado y penitente se regala con la mortificación de las pajas y el pesebre. Por eso son tan pocos los que acuden a esta cueva celestial.
No acuden a ella ni los sacerdotes de Jerusalén, ni los ricos regalados, ni los letrados soberbios, ni Herodes ni su corte. Acuden los pastorcitos de las cercanías, humildes, laboriosos, vigilantes, sacrificados. Y vuelven a sus rebaños con el alma llena de gozo y harta de dulzuras celestiales.
Punto 5. Tocar
Acerquémonos al pesebre y toquemos y palpemos las pajas en que se recuesta Jesús. Son pajas ásperas, duras, escasas; que no servirían a un ruiseñor para su nido, en el que saben colocar plumitas y hierbas blandas. Besemos los pañales en que se envuelve el Niño. Están blancos como el armiño, limpísimos, perfumados con el olor del tomillo y del romero; pero, ¡que pobres son, qué ordinarios como los de los demás infantes de Nazareth! Palpemos las paredes de la gruta y convenzámonos por el tacto del profundo menosprecio en que Dios tiene la soberbia nuestra, que sueña con los palacios, las ricas pinturas, los mármoles preciosos, los objetos de arte, la fastuosidad y la pompa
¡Niño Divino! Cura nuestros sentidos y sana nuestras almas para que con todo nuestro ser sintamos de tu santa vida y de tal manera la impresionen, que no gustemos de otra cosa que de tu amor e imitación en el sacrificio. *
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